Demasiados momentos y tan dispares cuando se trata de ir al
supermercado. Abrir la heladera e instantáneamente empezar a pensar que ya es
momento de organizarse para dar paso a lo que será una mañana o una tarde
perdida. Una vez que estás ahí, se entrecruzan las sensaciones entre repasar
qué es lo que verdaderamente hace falta, qué es lo que nos gustaría tener
cuando abramos la puertita de la alacena (esa que siempre estuvo algo falseada
y nunca “tuvimos tiempo” para arreglar), y esa alegría que corre por las venas
como va a correr el vino que nos damos el gusto de llevar. Después de eso, una
vez ya en la caja, ver el monitor que va sumando billetes y observarlo de forma
semejante al momento en el que el Pipa le pega mordido y se pierde el gol que
nos hubiera dado el Mundial. Y para terminar de cagarla, tener que cargar con
esas bolsitas que nunca aguantan y que si usas doble los ecologistas te miran
mal y porque encima las usas para la botella de vino porque sos un borracho que
ya está perdido.
sábado, 17 de enero de 2015
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